Hay dos tipos de hombres y de ellos se derivan
incontables sujetos dignos de estudio para la propia vanidad del hombre. No
hablaré más que de uno en particular.
Éste que
por razones desconocidas por el hombre ha logrado percibir de dos maneras muy
particulares la realidad, le ha visto el verde y el carmín. Y en su afán por
seguir conociendo este mundo mágico y flexible se ha transformado en su propio
dios, en su propio ídolo, y como ha visto miles de formas le ha gustado jugar
con ellas: se ha convertido en su propio dueño, en su propio juez y verdugo.
Este hombre es
irresistible siempre, lo que alimenta su codiciada vanidad y lo suspende en su
soberbia. Antes de ser aquello para lo que fue llamado se sangra con sus mismas
inquisiciones y busca la perfección, busca la belleza, ah! Pero la belleza ¿Qué
cosa es? Este hombre ha llamado a sus antojos, belleza; y lo predica con la fe
de un creyente y arrastra con él a todo aquél que le pretende. No es un ser
malo, porque el hecho de existir lo defiende, pero no es perfecto aunque lo
busca todo el tiempo.
Es un hombre
atormentado, lleno de dudas, pero su soberbia le aconseja resolverlas y lo
hace, a su modo claro y confuso, quiere encontrar en los demás la verdad, y en
ellos desliza todo su encanto, porque odia ser rechazado y más aún, no quiere
que en él descubran su debilidad de mortal, su perversidad; él esconde sus
pensamientos para después ordenarlos y justificar sus errores con poesía: es un
hombre penetrante, pero temeroso de que alguien haga lo mismo con él, pues él
se siente distinto, superior, y en sus errores encuentra su inferioridad en
extremo y gime como un perro con la súplica de muerte entre sus labios casi
muertos, y este hombre es un viajero, un nómada, no quiere detenerse nunca,
pues se ha viciado de sueños e insatisfacciones, apenas consigue algo y ya está
como un adicto tras su droga, se cansa de pensar y ya no puede parar, las ideas
lo persiguen y le hablan al oído, lo alaban y él en su vanidad correspondida no
quiere despreciarlas, las escucha y las odia, pero las soporta, pues cree que
ellas le han hecho lo que es, y eso a veces le gusta, le asfixia de placer, y
termina siendo un hombre esclavizado de su propia grandeza, de sus propias
resoluciones, de su genialidad pervertida, y él ha deseado morir muchas veces,
pero su egolatría lo mantiene vivo, y él cree entonces que ese sentimiento es
justo, y se vuelve a llenar de soberbia y a veces nunca sale de su escondite
mágico, sublime según su gusto.
A este
hombre le es familiar perderse en sus pensamientos y pasiones, y es juzgado y
puesto al margen, y eso le lastima, pues en el fondo sabe que está mal, pero
teme corregirse, teme perder su falsa divinidad.
¡¡¡Qué
tentado es este hombre!!!
Se llega a
sentir dios la mitad de su vida, la otra es solo tormento, la gran batalla e
interminable para él. A éste le seduce el diablo y él cae en sus brazos como la
mujer ciega que ama al hombre aventurero.
Este
hombre del que les he hablado descubre que es un genio y hasta llega a dudar de
ello, y es aquí donde comienza a salir de su hermosa y fantástica esclavitud de
mierda. Se da cuenta que nunca fue nada y que todo lo que construía era su
propia prisión de genio. Pero este hombre quiere salir y no puede, él es débil
en su soledad, ha dejado lo que es, pero le asusta no ser nadie y se abraza de
su anterior fantasía una y otra vez. Se enoja consigo mismo y con el mundo
después, comienza a sentir odio a todo y a pesar de todo este pleito se esmera
en encontrar paz en la belleza: en la verdad. Pero este hombre desconoce ya
estas palabras, ya les ha dado su propio significado y le es difícil aceptarlo,
su egolatría se lo prohíbe, ahora solo tiene eso: egolatría, el origen de su
culpa.
Este
hombre se place al ver arrastrados a su miseria a aquellos que le han
encontrado belleza en ella, y se siente bien, sacado de su profundo hoyo negro
e insípido y se entrega a su señal en su frente: “la tristeza hecha belleza”.
Pero no es
solo la tristeza como un gesto de labios marchitos, es la tristeza misma y sus
causas las que plasma de una manera hermosa envenenando a infinidad de seres en
busca de su propia identidad.
Este
hombre ha envenenado el mundo.
El otro
hombre, del que no les hablé, ha entregado sus pensamientos a lo sublime, y
también sufre. Pero no se avergüenza de ello.
Javier Macias Mercado