martes, 18 de septiembre de 2012

Un hombre peligroso (2003)




Hay dos tipos de hombres y de ellos se derivan incontables sujetos dignos de estudio para la propia vanidad del hombre. No hablaré más que de uno en particular.

Éste que por razones desconocidas por el hombre ha logrado percibir de dos maneras muy particulares la realidad, le ha visto el verde y el carmín. Y en su afán por seguir conociendo este mundo mágico y flexible se ha transformado en su propio dios, en su propio ídolo, y como ha visto miles de formas le ha gustado jugar con ellas: se ha convertido en su propio dueño, en su propio juez y verdugo.

Este hombre es irresistible siempre, lo que alimenta su codiciada vanidad y lo suspende en su soberbia. Antes de ser aquello para lo que fue llamado se sangra con sus mismas inquisiciones y busca la perfección, busca la belleza, ah! Pero la belleza ¿Qué cosa es? Este hombre ha llamado a sus antojos, belleza; y lo predica con la fe de un creyente y arrastra con él a todo aquél que le pretende. No es un ser malo, porque el hecho de existir lo defiende, pero no es perfecto aunque lo busca todo el tiempo.

Es un hombre atormentado, lleno de dudas, pero su soberbia le aconseja resolverlas y lo hace, a su modo claro y confuso, quiere encontrar en los demás la verdad, y en ellos desliza todo su encanto, porque odia ser rechazado y más aún, no quiere que en él descubran su debilidad de mortal, su perversidad; él esconde sus pensamientos para después ordenarlos y justificar sus errores con poesía: es un hombre penetrante, pero temeroso de que alguien haga lo mismo con él, pues él se siente distinto, superior, y en sus errores encuentra su inferioridad en extremo y gime como un perro con la súplica de muerte entre sus labios casi muertos, y este hombre es un viajero, un nómada, no quiere detenerse nunca, pues se ha viciado de sueños e insatisfacciones, apenas consigue algo y ya está como un adicto tras su droga, se cansa de pensar y ya no puede parar, las ideas lo persiguen y le hablan al oído, lo alaban y él en su vanidad correspondida no quiere despreciarlas, las escucha y las odia, pero las soporta, pues cree que ellas le han hecho lo que es, y eso a veces le gusta, le asfixia de placer, y termina siendo un hombre esclavizado de su propia grandeza, de sus propias resoluciones, de su genialidad pervertida, y él ha deseado morir muchas veces, pero su egolatría lo mantiene vivo, y él cree entonces que ese sentimiento es justo, y se vuelve a llenar de soberbia y a veces nunca sale de su escondite mágico, sublime según su gusto.

A este hombre le es familiar perderse en sus pensamientos y pasiones, y es juzgado y puesto al margen, y eso le lastima, pues en el fondo sabe que está mal, pero teme corregirse, teme perder su falsa divinidad.

¡¡¡Qué tentado es este hombre!!!

Se llega a sentir dios la mitad de su vida, la otra es solo tormento, la gran batalla e interminable para él. A éste le seduce el diablo y él cae en sus brazos como la mujer ciega que ama al hombre aventurero.

Este hombre del que les he hablado descubre que es un genio y hasta llega a dudar de ello, y es aquí donde comienza a salir de su hermosa y fantástica esclavitud de mierda. Se da cuenta que nunca fue nada y que todo lo que construía era su propia prisión de genio. Pero este hombre quiere salir y no puede, él es débil en su soledad, ha dejado lo que es, pero le asusta no ser nadie y se abraza de su anterior fantasía una y otra vez. Se enoja consigo mismo y con el mundo después, comienza a sentir odio a todo y a pesar de todo este pleito se esmera en encontrar paz en la belleza: en la verdad. Pero este hombre desconoce ya estas palabras, ya les ha dado su propio significado y le es difícil aceptarlo, su egolatría se lo prohíbe, ahora solo tiene eso: egolatría, el origen de su culpa.

Este hombre se place al ver arrastrados a su miseria a aquellos que le han encontrado belleza en ella, y se siente bien, sacado de su profundo hoyo negro e insípido y se entrega a su señal en su frente: “la tristeza hecha belleza”.

Pero no es solo la tristeza como un gesto de labios marchitos, es la tristeza misma y sus causas las que plasma de una manera hermosa envenenando a infinidad de seres en busca de su propia identidad.

Este hombre ha envenenado el mundo.

El otro hombre, del que no les hablé, ha entregado sus pensamientos a lo sublime, y también sufre. Pero no se avergüenza de ello.

Javier Macias Mercado

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